Letra de Manco

Letra de Manco

Soja

Blas Callejas

Tengo un poco más de 50 años y toda una vida en la policía. Ingresé muy joven en los tiempos aciagos de los 70. Vi desfilar ante mí a los hombres de verde que nos sacaron de la escena con la misión de pacificar un país que parecía haber encontrado su punto de ebullición. Después de eso pocas cosas me asombran. Pero ahora esto, dantesco y enmarañado, después que una llamada me alertara sobre unos disparos.

Ante mis ojos se extiende una llanura labrada. Un verde manso y parejo que se amarilla apenas lo toca la ventisca tacaña de este febrero insolente de calor y humedad. Es casi un mar lo que veo sin otros límites que un horizonte circular. Mi padre me dijo que alguna vez eran campos de trigales, y sus espigas como crestas, se ondulaban en olas rubias, también como el mar. Luego vino el maíz, el girasol y por fin el poroto verde, que llegó, dicen los entendidos, para quedarse.

Vine a Colonia Colomba hace más de 20 años. Como comisario me pasé mucho tiempo corriendo cuatreros, algún duelo criollo y peleas de borrachos. Nada importante. Nunca un asalto al banco ni una banda en fuga atrincherada en el anonimato de estos campos. Nada cinematográfico, todo demasiado chato y real. Mi pistola Colt babea tedio y le saco la herrumbre tirándole a unas latas que no acierto. Ahora soy jefe departamental. Ya no le veo la cara al delito, solo el rostro de policías asustados porque no encuentran el hilo, ni del caso ni el de sus vidas. Pero esto que tengo delante mío ¿Cómo se explica?

No tengo hijos, pero me casé con Emilia, una maestra nacida en la Colonia. Tiempo después me dejó y ni siquiera me dijo “Estás casado con la policía”. Ella fue al hueso y en un acto valiente me lo tiró en la cara, “No estás atado a nada Cibrián, ni siquiera a vos mismo. No tenés ambiciones, ni sueños, ni nada que se pueda compartir. Naciste pobre y vas a morir más pobre. Estás de invitado en este mundo. Estás como de sobra, sentado en el banco de suplentes”. Yo le dije que un buen policía no existe, que es un fantasma y que sobre todo no se corrompe. No supe más de ella y confieso que a veces la extraño. Su cuerpo ovillado en la cama y el hueco tibio que dejaba al levantarse. O cuando a media mañana yo pasaba por la escuela y ella desde la ventana con su guardapolvo carpintero de maestra de jardín, levantaba su mano para saludarme y los niños en coro la imitaban. Es el recuerdo más caro que tengo y no lo cambio por nada. “Me voy de aquí” me dijo, “La chatura me está matando. Ya nadie trabaja. Aquí todos se sacaron la lotería y se amargan de puro estar al pedo”.

Saco mis ojos de la llanura verde y urticante de porotos, y lo primero que veo es un caballo tirado en el suelo, tieso. Está prolijamente ensillado y las riendas todavía sujetas a un arbolito de tala. Un animal formidable, de raza árabe por el hocico. Entre el potro y la montura hay una fortuna. Es negro tinto y cuando el sol le pega, sus ancas relampagueaban y se vuelve azul. Un viraje cromático de los pura raza. Me acerco y descubro un tiro detrás de la oreja. Siempre me gustaron los caballos, en el cine y en el campo, pero con un sueldo de policía apenas pude aspirar a un buen perro.

Un poco más allá, por el camino que lleva a la casa, hay dos dogos despanzurrados y una camioneta con las cuatro ruedas en llanta. Con un palito levanto del piso un cartucho del 12/70. Lo huelo y el olor picante de la pólvora me dice que no hace mucho fue disparado. El que tira sabe lo que hace. Un cartucho por cada animal y por cada rueda. Buen pulso para manejar una escopeta a repetición. La única huella que encuentro es la de una bota chica ¿Es la del que corre o la del que dispara?

Suena el celular. El timbre es un sonido tan ajeno al paisaje que me espanta a mí y a unas palomas que picotean en la sangre de los dogos. Número desconocido, atiendo. La voz distorsionada dice: “Sos un buen policía Cibrián. Seguí hurgando a ver si me encontrás”. Levanto la vista y la sensación de inmovilidad es absoluta. Todo sigue en su lugar. Una paz siniestra tensa la siesta y amarra las cosas a la tierra como para que nada se escape de la escena. Y yo estoy adentro, y a lo mejor, en el centro de esa escena. Y pienso que esta no es una película de cowboys, ni yo Gary Grant sacudido por el honor y los labios de una mexicana. Yo soy un policía de la pampa húmeda, un celoso guardián del granero, un sheriff rural que pronto una jubilación tirará al olvido.

Una estampida y después otra. De un monte ralo una banda de loras pasa sobre mi cabeza en vuelo rasante. Oteo a mi alrededor siguiendo el sonido de los disparos. Mínimo, cien metros y de nuevo el silencio, ahora más grande, ahuecando los ruidos del campo. En un acto reflejo tanteo mi Colt. Camino agazapado y rodeo la camioneta. Recién ahí descubro que es el campo de los Golozzi. El tanque de agua de hierro reticulado se erige como una torre parisina. Una joya metalúrgica del siglo 19, divisible a varias leguas.

Yo estuve en este campo en las lluvias del 92. Sobreelevado de la tierra, la inundación no lo tocó. Dos semanas lloviendo y el agua se escurría entre el camino y los otros campos vecinos convertidos en lagunas. Carajo con los Golozzi, cuatro mil hectáreas bendecidas por Dios y el hambre de los chinos. Lo heredó Piero, hijo único. Un hombre de mi edad, tacaño, soltero y fanfarrón. Con lo del poroto vive más en la ciudad que en el campo. Se deja ver a veces por el pueblo conduciendo un Alfa Romeo o un Tesla. Lo hace muy despacio, en cámara lenta, para que todos sepan quién la tiene más larga.

Dejo atrás la camioneta y enfilo hacia la casa, una construcción de una sola planta, blanca y grande como un hospital. La puerta doble está abierta de par en par y por las ventanas, las cortinas de satén flamean la abundancia. El living es una pinacoteca con cuadros de gauchos, ranchos y perros flacos que ilustran el país que el progreso desplazó. La pobreza digna cuelga de las paredes como adorno de la riqueza fortuita: mostrar lo que no seremos en el espacio de lo que somos. El único cuadro que se sale del libreto es el de una fotografía ampliada donde aparecen varias familias en los comienzos de Colonia Colomba. La muchedumbre se arremolina frente a la cámara. Las manos de los hombres son descomunales, y salidas de las mangas, cuelgan como tenazas. Es una foto de pioneros en la tierra prometida. Ellos, los labradores, subrayan con su sonrisa la fe infinita por el país que los acoge. A ellas en cambio, les sobrevuela un halo de nostalgia, añoranzas de la vida en la península, de familias partidas en dos por un viaje en barco sobre un océano infinito.

Del living me voy hacia los cuartos. La casa es una sucesión de puertas en un pasillo que no parece tener fin. Intuyo que la del fondo es la del dormitorio principal. Vuelvo a tantear mi Colt, pero algo me dice que todavía no es el momento. Abro la puerta y acierto. Una cama súper King adentro de un salón de baile. A un costado el vestidor y más allá un jacuzzi para bañar un elefante. Nada extraño a la vista. Solo el remolino de las sábanas después de un encuentro íntimo o del principio de esta balacera que se viene librando en la tierra de los Golozzi.

Salto por la ventana a la parte de atrás. Un sendero de piedra molida me muestra los signos desbordantes de la opulencia. Un viejo galpón con aires de museo, atesora una docena de autos de colección. Me detengo en un Cadillac De Ville 1954, su boca de tiburón se come a quien lo mira. Del otro lado se abre el paraíso tropical con una piscina rodeada de palmeras imperiales. La postal se injerta en el paisaje como si Miami quedara a la vuelta. Y entonces escucho un llanto reprimido, el primer sonido humano en esta siesta de objetos inanimados. Ovillada y desnuda detrás del trampolín, una mujer en la cumbre de su belleza se abraza a un vestido de novia. Su boca borroneada por el rush no deja de morder el tul aun cuando me ve. La cubro con una toalla y le pregunto cuántos son. Sin poder hablar me indica con el mentón la dirección que tomaron.

Con la Colt en la mano me interno en un bosque de eucaliptus. El celular vuelve a sonar. “Apurate Cibrián, que vas a llegar tarde”. El ruido de otra detonación me encuentra en la espesura de la arboleda. El humo azul del disparo trepa entre los límites del bosque y el campo, y el silencio hasta ahora mudo, se vuelve crocante cuando piso las hojas secas que el verano calcinó.

Al primero que veo es a Piero Golozzi con la espalda apoyada en un tronco y las piernas hundidas en un surco en el que chispean las plantas del poroto verde. Está apenas herido en un hombro y a pesar de su expresión desencajada, la mueca no alcanza a tapar su altanería, sus años al cuete en un mundo que jamás entendió. “Sacame de esta Cibrián” y me escupe las palabras como si fuera una orden. Monto la pistola con la intención de que ese ruido de grillos saque a la luz al que no veo.

Y lo que veo es una mujer con la escopeta que apunta a Golozzi. Ella me mira como si fuera ayer. El cuerpo todavía joven y los ojos brillando lunáticos como dos planetas que están por chocar con algo, con alguien. Ha llorado mucho o tal vez lleva días sin dormir, o ambas cosas. Ahora me mira y me sonríe, y tartamudea hasta que empieza a hablar. “Diez años siendo la querida de este hijo de puta, prometiéndome matrimonio y ahora se casa con esta modelito que puede ser su hija, y yo a la calle de nuevo”.

Me acerco y la estudio y me vuelvo a atar a esos labios que tanto quise. Emilia revolotea el cañón del arma como si fuera un puntero. “¿Qué hago Cibrián? ¿Lo remato? Decime, vos tenés la vida de él en tus manos”. Y algo que viene de muy lejos pero que está adentro mío, gira como el agua de una brújula. Una especie de sentimiento irreversible, sin retorno, pero que no resigna mi obsesión de poner las cosas en su lugar. “Dejámelo a mí, Emilia, yo me encargo”. Apoyo mi pistola sobre el rostro de Piero que ahora es un charco de sudor y miedo, “Tenés diez segundos para decirme dónde está la caja fuerte”.

En el galpón de los autos, Piero abre el capot del Cadillac y vuelve con un bolso. Le pregunto ¿Cuánto? “Medio millón de verdes”. Tiro el bolso a los pies de Emilia mientras le digo que se vaya, que Piero y yo nos vamos a entender. Que este día no quedará registrado en la memoria de nadie. “¿Pero vos no venís Cibrián?” Y le repito que se vaya, que ella ya no es de nadie. Deja la escopeta y con el bolso en la mano se arrima a centímetros de mi nariz. La huelo. El mismo olor de las sábanas cuando ella las llenaba. “Que buen policía Cibrián, seguís siendo tan honrado como cagón”. Eso es lo último que me dice antes de desaparecer. Con Piero seguimos el auto que de a ratos corcovea en el camino y en mis propios pensamientos.

“Como te dije, aquí no pasó nada ¿Entendido? Solo un puñado de verdes para nacer de nuevo”. Piero asiente como un niño bobo. Luego le digo que busque a su esposa en la pileta, entierre los animales y se vaya de luna de miel.

Con el primer cigarrillo del día enciendo el auto y desando despacio el camino que me devuelve a la ruta. Una avioneta trepa en el cielo y trato de adivinar qué vera el piloto desde esas alturas ¿Un mar de soja? ¿La codicia que sobra y la grandeza que falta? Me cago de risa solo y me decido a creer que a lo sumo verá desde el cielo la nube de tierra que va dejando mi auto.

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