Letra de Manco

Letra de Manco

Rumania 

Blas Callejas

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La noche que el joven Adamo Ruiz llegó a Rumania procedente de Argentina no podía ser más oscura. Cuando pisó el andén en la estación de tren de Bucarest, buscó con ojos de recién llegado un pedazo de luna o alguna estrella cimarrona rodando en ese techo negro que solo le devolvía inmensidad. Apenas un farol de carburo con su luz pálida ponía las sombras en movimiento, la de un nogal del otro lado de las vías, el techo aguja de la estación y la de su propio cuerpo que se alargaba hasta perderse en la garganta de la noche.
Corría el año 1912 y había sido enviado por el gobierno con el propósito de estrechar vínculos y permitir a los dos países un intercambio comercial más fluido y ventajoso. Llevar los granos del granero a todos los rincones de Europa. La misión resultó exitosa, pero en la memoria de Adamo quedó una experiencia que solo pudo relatar en su vejez, cuando la proximidad de la muerte, expresada en la fatiga de su cuerpo y en la lucidez de su memoria, le permitieron juntar el coraje y sacar a la luz lo que nunca se había animado a contar en sus años mozos. Veamos.
En la estación de tren de Bucarest tomó un carruaje que lo llevó al corazón de la ciudad. El hotel se incrustaba en una larga cuadra de construcciones pétreas, rocas pulidas por las centurias que le daban un aire medieval al conjunto arquitectónico. Exhausto, se tiró a la cama sin desvestirse y pudo dormir hasta que alguien tocó la puerta de su habitación anunciando el desayuno. Acicalado y luciendo un casimir inglés comprado en la calle Florida, se lanzó a las oficinas de las empresas exportadoras. La rutina lo dejó extenuado y cuando llegó de vuelta al hotel, engulló todo lo que le pusieron en la mesa, pasteles de carne de cordero y cerdo, panes almibarados con semillas de anís, torta de arándanos con crema batida, rosquillas untadas en miel y café turco de Ankara.
Durante una semana repitió la misma cena con algunas variantes en los platos, pero celebrando en cada ocasión el sabor de los gulasch y los dulces, y la calidad de los brebajes que acompañaban el banquete nocturno. De reojo miraba a la camarera de cuyo rostro dos ojos negros lo escrudiñaban amablemente, como si ella entendiera la distancia recorrida por ese señorito extranjero, los contrastes climáticos y la imprudencia de viajar solo en un país de odios milenarios. Adamo empezó a sentir un cosquilleo excitante y a advertir que en esas miradas había algunas cosas en juego.
Luego de la ingesta, llegaba a su habitación y apenas podía sacarse las botas para caer rendido en un sueño tan profundo como confortable. Mientras dormía soñaba con la desnudez de la camarera, con sus largos brazos que lo arrullaban y sus labios zíngaros que lo recorrían y lo hurgaban en sus rincones más remotos. Se levantaba feliz y fatigado, como si todo aquello que hubiera soñado lo hubiera vivido de verdad. Pero luego, durante el resto del día, la agradable tensión se desvanecía y era reemplazada por el asombro que les producían las visitas a las fábricas, a los galpones de acopio y las oficinas de las compañías comerciales. Durante el día apenas probaba bocado con la intención deliberada de juntar hambre para la cena.
De vuelta al comedor, con los últimos rayos de un sol mezquino, se lanzaba con una hambruna de lobo sobre ese paraíso gastronómico que encontraba sobre su mesa.

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Y luego estaban las miradas de la camarera a las que Adamo comenzó a corresponder con un breve gesto de cortesía, enarcando sus cejas, levantando apenas una mano o dibujando una mueca de aprecio en su rostro serio de diplomático americano. Le agradecía de alguna manera poder verla en las cenas y soñarla por las noches.
Fuera de las rutinas comerciales, su misión secreta, íntima, eran cenar y dormir. Cenar y devorar con fruición las delicias de la comida rumana. Dormir y caer en el mismo y repetido sueño para luego amanecer y saltar a las calles y los caminos. En esta inesperada rutina había algo seductor y misterioso que lo introducía en una dimensión nunca antes imaginada en su corta y prudente vida. Todo lo que estaba viviendo en este país cercado por bosques y ríos rocosos, sembrado de villorios apretados en los faldeos de los Cárpatos, que sudaba grises y apenas dejaba entrar el sol, lo deslumbraba.
Cada día era como refundar el mundo ante sus ojos y lo único que importaba era abrirse a la experiencia que le proponía la ciudad y las aldeas que visitaba. Y también estaba la intriga que le producían los habitantes, con sus rostros macizos, su cordialidad medida y su lenguaje gutural e inextricable. Así, su pasado empezaba a diluirse. Había atravesado ciudades pomposas como Londres, París y Viena, que de algún modo le recordaban, por su prepotencia arquitectónica, a la Buenos Aires del centenario. Pero Rumania era algo distinto, un país de sombras y supersticiones, un territorio mordido por las guerras europeas, y alguna vez el corredor de la muerte por donde las tribus de Asia y sus hordas intentaron tantas veces conquistar Europa.
A la tercera semana se sentía feliz por la experiencia, y aunque comía con apetito feroz y descansaba en un sueño reparador y excitante, había perdido peso. Víctor, un muchacho rumano que le hacía de traductor fue quien le advirtió de su marcada delgadez, de sus profusas ojeras y su palidez. Pero Adamo le respondió que, aunque estaba satisfecho con su tarea, la intensidad del trabajo lo desgastaba bastante. Había cambiado tres mil toneladas de trigo por mil quinientos arados de rueda, una novedad tecnológica que multiplicaría las cosechas en su lejana pampa.
A los pocos días, mientras preparaba el embarque de los arados, tuvo un desvanecimiento. Aquella estampa joven y vigorosa se había convertido en la de un hombre de piel y huesos. Víctor, asustado por la salud de su empleador lo arrastró a la consulta del doctor Somadescu. Por suerte el galeno hablaba francés y pudo conocer en detalle la vida que Adamo llevaba desde su llegada a Bucarest. Luego le pidió que se desnudara y lo revisó de pies a cabeza. Salvo su delgadez escalofriante, todo parecía normal. Con la ayuda de una lupa volvió a recorrer el cuerpo y en un momento sus ojos se agudizaron. A la altura de la ingle encontró un punto rojo.
– ¿Quién es la mujer con la que sueña?
– La camarera del hotel -le contestó Adamo-
– Vístase señor Ruiz. Quiero decirle algo para que usted comprenda. Este es un país lleno de leyendas, la mayoría extraídas de los periodos de expansión del imperio. Un caldo ideal para engrandecer la figura de los héroes, dotándolos de poderes divinos y ataviándolos de misticismos de origen dudoso. Toda una ficción que al parecer da resultados para mantenernos unidos en el espanto y el miedo. Pero hay quienes van más allá y hacen de estas irrealidades una práctica cruel y peligrosa. Mi receta es que se cambie de hotel, olvídese de la camarera y coma en las tabernas de la avenida

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Victoria. Cuando haya terminado sus transacciones, vuelva a su país y olvídese de todo esto.
Cuando Adamo volvió al hotel a buscar sus cosas, preguntó por la camarera. El conserje, con una voz que apelaba a la discreción, le dijo que había sido despedida junto a la cocinera por tomar objetos de valor de los huéspedes.
A la semana, el joven Adamo abordó el buque Gran Royal en los muelles de Odesa y aunque sus ojeras permanecían, había recuperado fuerzas. Dos meses después desembarcaba en el puerto de Rosario, con sus arados y su flacura.
A partir de su retorno a la Argentina en diciembre de 1912, la vida de Adamo Ruiz se cubre bajo un manto de misterio. Se escabulle de los círculos sociales, no hay datos de sus actividades y dos años más tarde con la salida del gobierno de Roque Sáenz Peña desaparece de la escena diplomática.
Reaparece en 1916, y en el gobierno de Hipólito Irigoyen es nombrado director de migraciones. En una rutina de inspección en el hotel de los inmigrantes, descubre a la camarera rumana que acaba de desembarcar con un hijo de cuatro años.
Adamo está feliz y lo estará durante un tiempo. Vive con Mashka y el niño en una quinta del Tigre. Ella es admirada por su belleza y el niño un dotado en el aprendizaje del español. Además, su mujer y su hijo rumano están contentos con el clima y la abundancia del país.
Pasa un año y algunos vecinos del Tigre comienzan a adelgazar a límites raquíticos. Ya no es él, son los otros. Y aunque en su cabeza retumban las palabras del doctor Somadescu, a Adamo no le importa, él es feliz. Mientras tanto, la tuberculosis se ensaña con el país y en la cosecha se lleva a Mashka.
El doctor Adamo Ruiz nunca más volverá a tener pareja en su vida. Se jubila con honores en 1942 y se confina en su casa del Tigre a esperar la muerte. Entre sus papeles encuentro una carta dirigida a mí, su hijo, Hubber Adamo Petroff. La carta, en esencia, es idéntica a la historia que acabo de relatar.