Letra de Manco

Letra de Manco

En el nombre del Padre

Santiago Druetta

 

Si en esas calles nadie había mencionado aún a los sacerdotes tercermundistas es porque faltaba una década para que existieran, pero eso no impedía que, como siempre ha sido, hubiera aquí o allá un cura como el padre Andrés, cuyo compromiso con los pobres lo acercaba tanto a Cristo como lo alejaba de la jerarquía eclesiástica.

Temprano aun para ser un hecho corriente, al padre lo citaron desde la capital y ya no volvió al pueblo. Desde entonces, pasó algún tiempo hasta que los lugareños optaron por sorprenderse y un poco más todavía, para que las preguntas y reclamos ganaran las veredas y llegaran por fin, de manera inocultable, hasta la oficina del intendente. La máxima autoridad civil consultó al arzobispado que lo derivó al vicario castrense. Así, el señor intendente recibió un mensaje de paz y amor para la feligresía, explicando que el padre Andrés había partido como misionero a tierras donde era menester una devoción tan firme como la suya.

La noticia se recibió con el mayor beneplácito de las buenas familias y el escepticismo propio de los gentiles. Todos, en espera del nuevo párroco que llegó y permaneció allí sólo el tiempo indispensable para fijar unas pocas fechas “tentativas”, durante las cuales vendría al pueblo para celebrar bodas y bautismos colectivos, hasta normalizar la situación.

El cronograma se fijó en la puerta de la iglesia con una densa nota adjunta, recordando a los fieles que, dada la probable urgencia de las extremaunciones, en caso de no estar presente un sacerdote ellas podían ser dispensadas por algún vecino “de probadísima fe, de actitud beata, de intachable moral y sin antecedentes policiales ni filiación política alguna”.

También dejó en el edificio municipal una copia del cronograma hecha con papel carbónico y páginas complementarias mecanografiadas, sobre las que instruyó cuidadosamente a un par de empleados de la oficina de catastro. Allí se profundizaban las explicaciones y algunas salvedades eventualmente necesarias.

Entre los párrafos más importantes se destacaba que “La Extremaunción no puede ser administrada a los niños antes de los siete años, a no ser que la malicia esté por encima de su edad y tampoco a los dementes perpetuos a no ser que alguna vez hayan tenido uso de razón”.  Además, “el Ritual Romano ordena que no sea administrada a los impenitentes y a aquellos que perseveran contumazmente de modo manifiesto en pecado mortal”. Y que la Sagrada Congregación de Propaganda Fide “ha enseñado que también puede ser administrado este sacramento a los paganos adultos que están gravemente enfermos, pero sólo inmediatamente después de recibir el Bautismo”.

No obstante, como la comprensibilidad menguaba a medida que se avanzaba en la nota aclaratoria, con buen criterio y casi abruptamente, el redactor concluía diciendo: “otras situaciones, de difícil tratamiento y por ello no abordadas aquí, deberán ser evitadas por la feligresía, en virtud de los difíciles momentos que atraviesa el país en particular y la cristiandad en todos sus términos”.

Y pese a la clara voluntad de darle un cierre a la cuestión, aún seguía un párrafo tachado a mano y evidentemente inconcluso, adonde alcanzaba a leerse con claridad la palabra “demonio” y, más adelante algo sobre la tentación y la desobediencia. Pero el escriba había decidido no avanzar en ese sentido, por pereza, por premura, o desalentado ante la complejidad del tema, tal vez.

Y así, tras un par de aclaraciones verbales, algunas frases de cortesía, con un apretón de manos para el titular municipal y el resto de los presentes, el sacerdote partió con la misma presteza que llegó y dejando tras de sí, un tiempo nuevo para la Fe.

Durante las primeras semanas la ausencia del padre Andrés sólo fue motivo para tristeza de muchos y escarmiento de los rebeldes. Pero iba cobrando gravedad en la medida que el nuevo párroco postergaba sus visitas, “por férreos designios del Supremo”, según los telegramas con los que justificaba esas ausencias y que, poco a poco, también fue dejando de enviar.

En aquellos años y estas tierras, la comunicación dependía casi exclusivamente del correo, ya que el teléfono era una excepción y, por lo tanto, la vida era más proclive a la paciencia y dispuesta a las demoras. De modo que doña Teresa mantuvo la iglesia limpia y ordenada, así como las pocas pertenencias del padre Andrés, “para que todo esté como debe ser cuando vuelva de la misión evangelizadora”- decía ella y se persignaba.

Pero hasta tanto, algunas dificultades se volvían acuciantes. Los bautismos se fueron resolviendo en iglesias vecinas y sin mayor problema, puesto que nada allí fijaba plazos, pero los casamientos en cambio imponían cierta celeridad, debido al temperamento propio de los jóvenes, para quienes entre un mes y el siguiente, a veces se jugaba la salvación. No fueron pocas las parejas que urgidas por el demonio se declararon conformes con el trámite civil y excepcionalmente otras, con total impudicia, renunciaban también a eso.

El pueblo nunca había gozado de una excelente reputación en la zona, pero la cuestión empezó a ser delicadísima cuando se registraron los primeros embarazos de colegialas de buenas familias, lo que sólo podía atribuirse a incursiones del demonio por esas calles desprotegidas. O, según otros vecinos no menos devotos, aquello venía a confirmar que el padre Andrés distribuía preservativos entre los jóvenes del pueblo.

Sin embargo, y como bien se dice, Dios aprieta, pero no ahorca. De modo que cuando las peores presunciones ya hablaban del Armagedón y las tinieblas, la Luz se hizo en el pueblo, paradójicamente, al caer la tarde de una jornada fría, cuando la campana de la iglesia volvió a repicar.

Los más creyentes abandonaron lo que hacían para correr al templo en respuesta al Señor y luego fue llegando el resto del vecindario, en riguroso orden decreciente de devoción, hasta los simples paseantes. Las últimas filas de la nave la irían ocupando tardíamente los miembros del circo que se había estacionado en el pueblo, unos gitanos de paso y, más allá, unos cuantos menonitas de la comunidad vecina, demostrando en su conjunto, que la fe es más débil que la curiosidad.

La expectativa de todos, quien más quien menos, fue conocer al sacerdote remplazante que llegaba a dar la misa. Pero contra toda esperanza, todo cálculo y toda previsión, quien dominaba el presbiterio era Simón Andriani, director, editor, periodista y propietario del semanario local.

El obvio y esperable desconcierto inicial alcanzó niveles razonables entre la concurrencia, pero sin excesos y fue ordenándose de a poco. Así, cuando la nave se llenó, los hechos ya fluían con aceptable normalidad. Si por normalidad se acepta, claro, que, contra toda tradición, Andriani se dirigiera a la feligresía desde el altar mientras su audiencia, lejos del tradicional recogimiento, debatía y contra argumentaba.

Todo sucedía respetuosa y ordenadamente, en parte gracias a la buena disposición de los presentes, pero también porque el mismísimo comisario y sus ayudantes iban moderando, confeccionando la lista de oradores, cediendo la palabra y asegurándose las abstenciones que ellos creían convenientes.

Andriani, el orador, era un buen tipo, que abandonó sus estudios de Abogacía al constatar que el derecho y la justicia guardaban poca afinidad. Fue entonces que optó por hacerse periodista ya que, como le gustaba repetir: “Tan esquivas se han vuelto las Revelaciones, que dependemos de la investigación para llegar a la verdad. Tan inestable se han vuelto la tradición, que dependemos de la razón para decidir nuestras acciones”.

Y así, de manera ilustrada y autónoma, se dedicó al periodismo en el que obtuvo no pocos logros y un gran reconocimiento, especialmente entre las mejores familias, a medida que descubría las ventajas de usar la razón para sostener la tradición, aun a costa de la verdad; la que, de todos modos, era demasiado esquiva como para hacer sacrificios en su nombre. Sin embargo y tal como ya se dijo, Andriani era un buen tipo, sólo que mucho tiempo atrás.

Al cabo de unas horas, el periodista había explicado su enorme preocupación por la falta de un sacerdote que auxilie, no tanto a las almas, como al entendimiento de una población tan religiosa, vehemente y estricta. Y con locuacidad tan persuasiva como su pluma, propuso sus servicios “como reemplazante de la autoridad eclesiástica hasta que ella se hiciera efectivamente presente, de manera continua y sostenida” -dijo.

La voluntad general, que es la voz de la democracia, puso algunos reparos. En las naves laterales se desarrollaban pequeños y espontáneos conciliábulos. Las autoridades municipales intuían una jugada del periodista, para restablecer una correlación de fuerzas perdida o nunca alcanzada. Las Damas de la Caridad, suponían que Andriani pretendía auditar la contabilidad del comedor y el guardarropa solidario. Del Centro Comercial, imaginaban que era otro plan para imponer nuevos compromisos a los anunciantes del semanario. Y quienes merodeaban entre uno y otro grupo, pensaban que Andriani se había vuelto loco. Desde los bancos mientras tanto, la silenciosa mayoría sin adscripciones manifiestas, evaluaba las ventajas y posibilidades de este nuevo orden clerical, como una manera de eludir ayunos, penitencias y avemarías.

El intendente, muy preocupado, erró su estrategia preguntando por qué nombrar en la suplencia a Simón Andriani y no a él, que era el responsable de los destinos vecinales. Pero el periodista, veloz como el rayo, neutralizó el planteo explicando que la reunificación del poder político y religioso significaría una vuelta atrás en la historia, algo inaceptable para una comunidad moderna, pujante y amante del progreso.

La mayoría no entendió los fundamentos que de todos modos sonaban razonables; pero antes que alguien pudiera romper ese instante de silencio, Andriani volvió a la carga con la agudeza propia de un estilete, diciendo que, además, el excelentísimo señor intendente tiene una función ejecutiva y no de representación, que es propia de los concejales. Porque la mediación entre la ciudadanía y el estado es propia de los legisladores y de los periodistas, así como los sacerdotes deben mediar entre los fieles y Dios.

A esa altura Andriani apuró la exposición para contener cierta inquietud entre lo pocos luteranos presentes y, con el mayor énfasis ratificó que al cura del pueblo sólo podía reemplazarlo un periodista o un concejal. Y apurando otra vez la exposición para contener cierta inquietud de los ediles presentes, forzó a Montesquieu para fundamentar que, si se optara por un concejal, necesariamente debía ser de la oposición al partido del excelentísimo señor intendente.

Aquella intervención del periodista quedaría en los anales del pueblo (que por otra parte dependían del propio Andriani) porque abrió una brecha entre oficialismo y oposición, cancelando cualquier posibilidad de un agrupamiento del poder político en su contra.

De allí en más las objeciones fueron estrictamente eclesiásticas y más fáciles de sortear. Alguien sugirió, por ejemplo, que el secreto de confesión estaría seriamente amenazado por la compulsión de Andriani a difundir desde los chismes más irrelevantes hasta los hechos más truculentos. Pero el periodista supo sortear también este escollo, con la misma rapidez y deslumbrante inteligencia.

Así adujo, en primer lugar, que en su profesión pesaba el principio de resguardar la fuente informativa. Pero como su trayectoria no alcanzaba a respaldar éste, ni cualquier otro principio ético, sino que más bien los rebatía, Andriani tomó un atajo por el lado de los recursos humanos, proponiendo que, en lugar de movilizar un monaguillo para la liturgia, se contara con la participación del Dr. Bermúdez para la confesión.

Con exquisita claridad explicó entonces que “cómo médico rural y lejos de la incipiente especialización de la Medicina, en Bermúdez recaen simultáneamente las responsabilidades del bienestar físico, mental y moral de la población. Lo que supone la atención de todos (enfatizó todos) los problemas que aquejan al paciente, al margen de que ellos se alojen en el cuerpo, la mente o el espíritu. Además, al escuchar las confesiones como parte de su labor de galeno, ellas quedarían amparadas por el secreto médico” y luego de un silencio brevísimo agregó que, de este modo, la gente de elevada moral vería reducidos a la mitad sus suplicios, cuando ya no tuviera que desnudar su cuerpo ante un especialista y su alma frente a otro.

El doctor Bermúdez, que estaba entre los presentes, puso alguna resistencia a la nominación, pero las felicitaciones que le llegaban, incluso desde los asientos más distantes, lo hicieron vacilar al punto que, pocas semanas después, avemarías y padrenuestros, rosarios y estampitas, ya ocupaban en su maletín tanto espacio como las muestras médicas que repartía entre los más humildes.

El comisario hizo un último intento de dilación al sugerir que debían pedir autorización al Obispado para que Andriani diera la misa y los sacramentos, pero alguien destacó que la negativa probable los dejaría otra vez en el punto de partida. Además, las Damas de la Caridad explicaron que bajo ciertas condiciones, la iglesia concibe una celebración litúrgica llamada “celebración de la palabra” a cargo de alguien no ordenado sacerdote, con la sola restricción de las oraciones eucarísticas.

Andriani no esperaba este apoyo de las distinguidas damas que, a las postres exigieron a cambio que el periodista se arrodillara ante la imagen de Jesús y, sin cruzar los dedos, jurara tres veces consecutivas que no haría de la iglesia un falansterio. Compromiso que, como cualquier otro, para un hombre de prensa no significaba una limitación insalvable.

Así sucedieron las cosas que continuaron hasta altas horas de la noche. Y el domingo siguiente, sin más dilaciones, tuvo lugar la primera reunión para la “celebración de la palabra” que, por razones de costumbre, brevedad y memoria, se empezó a mencionar como “la misa” y nada más.

Aunque Andriani quiso inaugurar su ministerio con un coro Gospel, la falta de recursos le impuso conformarse con los chicos de la academia de danzas folclóricas de la profesora Argañaraz. No se privó, sin embargo, de dejar de lado a los pasajes bíblicos como elemento de sus sermones, reemplazándolos por hechos de la actualidad local y vivencias aportadas por los presentes. A eso lo mantuvo durante un buen tiempo.

***

El semanario de Andriani, en términos de negocio era tan limitado como la economía del pueblo y, por lo tanto, su prosperidad era más bien utópica. Así que, a pesar de la filosófica distinción entre Política y Economía, Andriani supo valerse del nuevo poder clerical para mejorar sus cuentas; aunque es justo decir también, que no lo explotó de un modo que nos autorice a hablar de simonía o plutocracia.

Dicho en pocas palabras, nadie terminaba de entender por qué se había metido en esto. Y cada vez que se le requirió acerca de sus motivaciones, los argumentos variaban con su audiencia. Si algo puede sacarse en limpio, no obstante, es que como abnegado luchador en el espacio de la ciudadanía y sin eludir su condición de agnóstico ilustrado, él asumía a la fe como el último respaldo de la convivencia pacífica. Y le daba lo mismo la iglesia cristiana que la ortodoxa, los musulmanes, los judíos o los protestantes. Su exquisito cosmopolitismo (había viajado dos veces al Uruguay) lo disponía a aceptar instrumentalmente cualquier fuerza superior, indulgente o rígida, teocéntrica o naturalista, politeísta o monoteísta, ortodoxa o pagana, mejor o peor, con el único requisito de que asegurara el orden social. Orden que, en sus jornadas más pragmáticas, Andriani reducía a las condiciones indispensables para la publicación del semanario y las cobranzas de la publicidad.

“La hermandad de los vecinos está amenazada”- dicen que empezó advirtiendo en uno de sus primeros sermones laicos. “Siempre amenazada por el odio y maledicencia de los espíritus resentidos y envidiosos”- dicen que agregó clavando la mirada en unos conocidos simpatizantes del tirano prófugo. Y dicen también que, con exaltado fervor, continuó reclamando para los impíos todas las plagas de Egipto, pero especialmente el granizo y la langosta que, en aquel pueblo agropecuario, inspiraban un horror muy superior a cualquiera de las otras cinco. Más que el mismo infierno.

Dicen que rojo de ira y agitando los brazos como un molino, juraba que la bondad de Dios era eterna pero no Infinita, puesto que no alcanzaba a los espíritus malvados. Que sólo los buenos serían salvados en el amor y por el amor del Señor. “Nunca estarán a salvo los malos, bastardos, provocadores; esa chusma soberbia que ha perdido todo límite cuando perdió el temor a Dios y el respeto por la gente de bien, el orden y las jerarquías”- Así dijo esa vez y tantas otras.

Y luego de varios ejemplos y metáforas, dijo que el manto de la Virgen María era el reparo de los buenos. Que en él encuentra cobijo el buen ciudadano, a diferencia del gaucho salvaje habituado a la intemperie y sin otra ley que el facón. “El manto de la virgen no es del color de la divisa punzó sino del color del cielo, que era también del General Lavalle y el de la civilización”- dicen que con eso remató.

Y dicen también que, aunque aquél fue uno de sus primeros sermones memorables, entre los más allegados se le objetó las siempre escasas referencias a la Biblia. O que a menudo mezclara la noción de creyentes y la de ciudadanos, y que hablara de los valores civiles como si fueran sagrados. Alguien señaló además, que por momentos su actitud era demasiado beligerante.

El sacerdote laico apenas se defendió argumentando que había optado por cuestiones más mundanas, porque siempre es más fácil de aprehender lo que nos resulta familiar. Que, por ejemplo, en este pueblo rural habitado por inmigrantes, la imagen del diablo era siempre menos ejemplificadora que la del gaucho matrero, vago, violento y bebedor. Pero como era un hombre reflexivo, accedió a incorporar paulatinamente algunas parábolas bíblicas, aunque se mantuvo inflexible en lo beligerante. En eso no había marcha atrás, “porque fueron ellos los que nos declararon la guerra”. Eso dicen que dijo Andriani, sin dar precisiones acerca quiénes eran ellos ni en qué consistía esa guerra, tal vez porque sus interlocutores no necesitaban la explicación.

“Esto es la décima cruzada. Se trata de un recurso para la cohesión y el orden. Un recurso indispensable en sociedades tan refractarias a la razón como la nuestra y ése, es el motivo de mi ministerio laico” -dicen que dijo en la ocasión. Nunca, que sepamos, formuló tan claramente como aquella vez, las razones que lo habían llevado a su puesto en la iglesia; pero tampoco bastó para acallar las sospechas y rumores, que como una telaraña lo envolvían. Sin embargo, como sus acciones tampoco parecían desmentirlo, era aceptable creer que decía la verdad, por más que eso no sea propio de los ámbitos del poder y menos aun de la prensa.

Claro, también era posible que teniendo otras intenciones, ellas no fueran tan oscuras ni brutales como para alcanzar el dominio público. Algunos decían que actuaba por el mero placer ilustrado de arrebatarle al clero una cuota de poder, por ínfima que fuera.  Los más sutiles hablaron en cambio de una medida preventiva. Es que Andriani pudo tolerar y hasta supo disfrutar sus enfrentamientos con el desaparecido padre Andrés, a quien consideraba escasamente liberal y holgadamente libertino; pero otra cosa sería enfrentar el posible arribo de un viejo cura inquisidor, oscurantista, dogmático y enemigo de la ciencia y el progreso.

***

Más allá de sus motivaciones, el compromiso de Andriani con la feligresía era creciente tal como lo prueban sus sermones, cada vez mejor pensados y adaptados a ese rebaño amenazado por el lobo de la tiranía, cuyo nombre prohibido era el conjuro de todo mal. Y si inicialmente trasladó a los sermones y homilías, párrafos enteros de sus editoriales, poco a poco y por presión de los más afines terminó orientándose también hacia temas bíblicos y cuestiones más sentidas por la gente de sólida fe.

Renunciar a sus editoriales como insumo básico le significó duplicar el trabajo semanal. Sin embargo, aceptó gustoso el desafío que de algún modo venía a ampliar sus horizontes intelectuales y a mejorar las ventas del semanario, cuando dejó de resumirse en el atrio.

Propuso entonces que el tema de homilías y sermones se eligiera por votación de los fieles. Método que, para él, era la quintaesencia de una democracia representativa, moderna y respetuosa del libre comercio. Pero los mejores vecinos sugirieron que, si el sistema de sufragio se había demostrado perfecto para la cultura anglosajona y sus crudos inviernos, requería límites muy estrictos en regiones de clima templado y especialmente en este crisol de razas, adonde la Providencia había querido combinar todas las tradiciones del mundo, seleccionando de cada una lo peor.

Así fue cómo la elección de los temas quedó en manos de un círculo más acotado y, para la Gracia de Dios, Andriani empezó a obsequiar sermones inolvidables, con crecientes muestras de histrionismo, creatividad y verborragia. En el púlpito llegó a vérselo como un acróbata del silogismo, cuando sin importar la distancia que mediara entre dos proposiciones, ni el vacío en que ellas flotaran, él volaba de una a la otra alcanzando lo imposible tal como sólo los grandes trapecistas saben hacer.

También por la presión de los mejores, paulatinamente la Biblia recuperó su centralidad en la liturgia para seguridad de los ilustres y el confort de los vulgares. Pero, aunque Andriani aceptó la letra sin discutir, no siempre se atuvo al espíritu de aquellos textos. Así, a medida que se sumergía en la Sagrada escritura, su creatividad mitológica fue descubriendo sentidos ocultos que luego exponía en las misas sin el menor pudor. Y si a menudo se trataba de ideas del más simple sentido común, otras veces sus reflexiones resultaban de una dificultad que hubieran amedrentado a Heráclito.

En poco tiempo su creciente familiaridad con el texto le permitió realizar asociaciones e interpretaciones tan profundas como espontáneas. Es decir que su exégesis ya no sólo se expresaba en los meditados sermones sino también entre párrafo y párrafo de cualquier lectura ceremonial.

Seguramente esa notable capacidad venía reforzada por su ejercicio profesional de periodista, en el que cada palabra y cada frase que escribía debía pensarse en relación con los hechos objetivos y los apremios económicos del semanario. Por eso quizás, así como sobre la máquina de escribir solía quedar absorto en sus reflexiones, lo mismo comenzó a sucederle en su labor pastoral, especialmente cuando en la misa leía algunos versículos en voz alta, buscando allí lo inefable y trascendente.

Por eso, al poco tiempo de haber reincorporado las lecturas bíblicas en la ceremonia, imperceptiblemente comenzó a amalgamar pequeñas vacilaciones, titubeos y silencios ínfimos, ocupados sin dudas por reflexiones furtivas. Y así también fueron apareciendo gestualidades propias de la cavilación y la duda, hasta dar paso a un torrente de muletillas, muecas, monólogos interiores mal disimulados y comentarios entre dientes, inicialmente incomprensibles, pero que a las postres se explicitaron hasta en el gesto furibundo con que solía cerrar la Biblia o el misal con un golpe seco, cuyos ecos abovedados anunciaban refutaciones plenas de improperios.

No tiene sentido detenerse aquí en las cuantiosas anécdotas; sin embargo, para comprender un poco mejor los hechos y la cosmovisión de este hombre, sería útil narrar cómo llegó aquella vez al final de la parábola del pescador. O no llegó al final y todos pensaron que arrojaría la Biblia al suelo, según se recoge de otros testimonios.

Todo comenzó bajo el aspecto calmo del soliloquio. Masticó para sí algunas palabras y sólo un poco después, con el dorso de la mano derecha, golpeó sobre la página del libro sagrado que mantenía en alto con la izquierda. Miró a los fieles con el rosto encendido, los labios tensos y con un inaceptable tono burlón resumió la parábola leída. Dicen que movía la cabeza hacia uno y otro hombro, mientras con un timbre de voz agudo y falsamente risueño, exclamaba su sorpresa porque Simón y un montón de estúpidos (dicen que dijo estúpidos) se hubieran pasado la noche en los botes sin pescar nada, hasta que al amanecer viene Jesús y, ¡ohhhh! (dicen que dijo “¡ohhhh!”) como por arte de magia llenan las redes.

Todos los comentarios coinciden en que, a esa altura, también movía las manos y la cadera en un gesto bobalicón, hasta que estalló su furia. Porque, según decía, que la pesca dependa de la presencia de Jesús y no de las horas laboriosas de Simón y los suyos, era una afrenta a la cultura del trabajo. Un ejemplo miserable de clientelismo. Otro de los sofismas mezquinos que ponen al carisma de un líder por sobre la capacidad y el esfuerzo de los emprendedores.

Todos coinciden en que aquel fue el tenor de su indignado reclamo. Hay quienes además aseguran que, sobre el final, gritaba que por ese tipo de miserabilismo fueron indispensables Lutero y Calvino. Y algunos juran que, arrojando la Biblia contra el confesionario, gritaba que mientas aquí no haya una verdadera Reforma, esas figuras mesiánicas seguirían abonando el terreno para el tirano prófugo y la canalla. Pero son pocos y dudosos los testigos que le atribuyen estas últimas palabras.

No eran muy distintos su enfoque y comentarios tras leer la parábola donde, pese a que el enemigo de un sembrador ha contaminado los surcos de trigo con cizaña, el labriego decide dejarlas crecer juntas evitando el riesgo de arrancar y quemar un brote bueno por error. Andriani no consentía que se mantuvieran juntas las dos especies ni por un instante. Y lo afirmaba con la profunda convicción de que en aquella parábola residía “en estado larvario” (tal cual lo dijo), la justificación de las políticas de estos últimos años. Para el periodista, sacerdote y profeta, aquel trigo y la cizaña creciendo juntos no podían ser más que una astucia para negar la absoluta incompatibilidad entre el hombre culto e industrioso y la chusma holgazana, prebendaria del estado y por eso mismo saturada de vicios.

Tampoco fue muy distinta su actitud frente a la parábola de la oveja perdida ya que Andriani no valoraba la salvación del animal que se aleja del rebaño. Cuentan que, no tan ofuscado como otras veces, se limitó a preguntar ¿qué hubiera sucedido si, mientras el pastor buscaba al animal perdido, el lobo hubiera atacado al rebaño? Y cuentan que luego de un silencio largo y algunas miradas selectivas a los presentes, respondió que en territorios peligrosos como el nuestro, la muerte de la oveja descarriada era el mal menor, e incluso un hecho aleccionador. “Además, arriesgar el rebaño por un solo animal es también un modo irracional de entender la economía”-dicen que dijo.

Claro que no todas sus interpretaciones pretendían alcanzar revelaciones profundas, había también aquellas que parecían inclinarse hacia fines más banales y llenos de encanto. Tal el caso cuando, del Evangelio de San Marcos, tomó la parábola de la semilla de mostaza.

En aquella oportunidad Andriani relacionó la mostaza con los Hot Dogs, aquí mal llamados Panchos según dijo, y por carácter transitivo habló de la Coca Cola y el Pop Corn, aquí mal llamado Pururú, según volvió a decir. Y lo asoció todo con la costumbre norteamericana de asistir a las salas de cine con coca y pururú. Reflexiones éstas que lo fueron orientando hacia el estilo de vida norteamericano; o mejor dicho lo perdieron en él, acumulando elogios y repartiendo ejemplos extraídos de la revista Reader Digest, aunque también de sus deseos y su frondosa imaginación.

Así, mediante uno de aquellos saltos ornamentales de su pensamiento lógico, empezó a hablar del cine. Pero no de películas o actores sino del autocine; un emblemático invento estadounidense que, según dijo, era en sí mismo una parábola sobre la iniciativa privada y su potencial de progreso y bienestar general.

Dicen que aquel día la ceremonia se extendió más de lo habitual y que todos participaron con gran entusiasmo. Andriani había relatado que, si bien el cine al aire libre era algo de vieja data, un norteamericano lo perfeccionó para verlo desde los autos. Porque allí cualquier familia tiene uno o dos autos y los coches no son un lujo. “Que tampoco lo serían aquí, si no hubiéramos tenido esta década de atraso”- subrayó.

Y así contó que en Nueva Jersey había una señora obesa que no cabía en las butacas, lo que inspiró a su hijo Richard, para imaginar el autocine como alternativa. Pero, además, la entrada al autocine resultó más económica que en las salas y, por lo tanto, resolvió también un problema para las gentes humildes de Nueva Jersey, que tienen autos y además no son así, como los pobres de acá.

Y más aún, como el papá del inventor estaba en el negocio de los lubricanes para motores, rápido vincularon ambos negocios con gran beneficio. Y poco después agregaron la comida rápida para consumir en el coche. De modo que, regresando a la semilla de mostaza y por vía del hot dog, Andriani insistía en la importancia de aprender a transformar cada problema en una oportunidad de negocios. “Porque el beneficio personal es la fuente del bien común y como eso los norteamericanos lo saben perfectamente, allá no hay dictadores sostenidos por vagos y viciosos”-concluyó.

Claro que la mayoría de estos testimonios están desvirtuados por los años, o se acuñaron sesgados conforme la mayor o menor estima que cada uno sentía por Andriani. Por eso algunas versiones acerca de su exégesis lo presentan como un ser blasfemo e impío, mientras otras lo describen como mundano o banal y, desde luego, no faltan aquellos relatos que hacen del improvisado diácono un alma devota y un sutil intérprete.

Quienes lo tenían en alta estima, destacaron su regocijo con la parábola de aquella higuera que Jesús maldice, condenándola a que nadie vuelva a comer jamás sus frutos. Dicen que para Andriani, aquello sintetizaba la importancia del rigor empresario cuando se espera que el trabajo fructifique.

Sin embargo, todo parece indicar que su preferida era la parábola de los talentos, que leía con particular gusto y frecuencia. Esa del amo que en vísperas de un viaje entrega distintas sumas de dinero a tres de sus siervos, para que se lo devuelven a su regreso, incluyendo la ganancia producida.

El regocijo del sacerdote periodista llegaba al clímax cuando el último de los siervos, que había recibido tan solo una moneda, le dice al amo que en su ausencia sólo se le ocurrió enterrarla para no perderla y se la restituye sin más. Es decir, sin ganancia adicional alguna.

Se dice que Andriani jamás quiso citar de memoria ese tramo. Que lo leía rigurosamente, señalando al cielo con el índice diestro, mientras con la mano izquierda sostenía la biblia frente a sus ojos. Que impostando la voz del amo leía, gritando con fingida furia: “Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses”.

En ese tramo Andriani siempre gesticulaba exaltado; se movía de aquí para allá y teatralizaba el momento en que el amo expulsaba al siervo quitándole la moneda para dársela al que mejores dividendos supo lograr. Y luego de un silencio sostenido, un silencio ritual, ya sin leer, recitaba de memoria mirando a los feligreses: “Porque al que tiene, le será dado y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado.  Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes”.  

Entonces obsequiaba a todos con el penúltimo silencio, mirando aquí y allá, antes de agregar, como si se tratase de una admonición: “Mateo, capítulo 25, versículos 29 y 30”. Y ya se quedaba callado e inmóvil, como esperando el batir de alas angélicas, bajo la bóveda celestial.

Era su parábola preferida. Y si algunas veces, los mejores espíritus del pueblo le sugirieron ayudar al entendimiento de los simples haciendo más explícita la metáfora, Andriani abría los ojos con fingida sorpresa, y preguntaba si acaso había algo incomprensible en tan diáfano texto.

Sólo una vez, las damas de la caridad le preguntaron si no omitía deliberadamente que las monedas representan lo más valioso; o sea la vida que el Altísimo nos cede y que espera recibir enriquecida de Gracia cuando la reclama, en el minuto final. Pero Andriani, girando sobre sus talones les respondió fríamente: “Esta vez me atengo a la letra”.

Es imposible sostener que el sacerdote periodista fuera realmente un católico estricto por más que intentaran demostrarlo los afines. Pero él siempre se abstuvo de entrar en tales debates, asegurando que más allá de los matices, su pontificado tenía una ineludible proyección ecuménica.

***

Naturalmente, no todos celebraran la prédica de Andriani con igual intensidad y hasta los más afines se preguntaban sobre los posibles beneficios de una liturgia menos beligerante. Pero no fueron muchos los enemigos que Andriani acumuló en esta misión evangelizadora, sino apenas unos cuantos más de los que ya había logrado en su misión periodística, frente a la querida Olivetti, que compró usada y por nada cambiaría.

A esa máquina de escribir, cariñosamente y en sentido no muy figurado, él la llamaba “mi Cromwell”; pero no por Míster Oliver, el democratizador, sino por los míticos tanques de guerra ingleses, equipados con motores Rolls-Royce V12. Dicen que Andriani solía palmear la Olivetti con una mano mientas con el pulgar de la otra señalaba su pecho y decía: “A esta máquina también la pone en marcha un motor inigualable”.

Con esto intentamos decir que el poder de Andriani en la iglesia era tan limitado que nadie cedía ante sus amenazas de fuego eterno o excomunión; mientras que su poder editorial era contundente y tanto mayor cuanto mejor conocía la vida privada de sus adversarios. Pero, como es obvio, en el marco de las disputas más álgidas, era mucho más sencillo cuestionar su derecho a dar la misa, que su derecho a editar un semanario.

Tal fue el caso luego de un sermón en el que, como siempre, pero con inusitada virulencia, había arremetido contra la mala herencia de aquellos gauchos menesterosos que en el siglo XIX abonaban la barbarie, sembraban el terror y enviaban a los ilustres al exilio. Todo tal como ahora había vuelto a suceder. “Allá un inmerecido uniformado acompañado por su hija, aquí otro inmerecido uniformado y su innombrable esposa”, dicen que dijo para empezar un domingo inolvidable, cuyos ecos trascendieron la nave y el atrio.

El lunes siguiente hasta la gente de bien comentaba que, si lo dicho no era errado, tampoco era indispensable y quizás ni siquiera conveniente. Ente los vecinos menos honorables hubo quienes se propusieron pegarle un tiro en la cabeza y un sector intermedio se atrevió a cuestionar las competencias y atributos de Andriani para dar la misa.

Ante el rumor del tiro en la cabeza, nuestro hombre no se inmutó; lo que no toleraba era que sus competencias y atributos fueran puestos en duda, en ningún ámbito ni oportunidad. De modo que, en la edición semanal siguiente, exhibió sus méritos eclesiásticos publicando el facsímil de una declaración jurada sobre su “larga trayectoria y experiencia en el Seminario”. Y para cuando un grupo de vecinos logró reunir testimonios que refutaban cualquier pasado seminarista de Andriani, los ánimos ya se habían calmado y el periodista salió del paso mediante una simple fe de erratas indicando que adonde dice: Seminario, debe decir: semanario”. Y punto.

Así logró salir del paso en aquella oportunidad, como tantas otras veces. Pero poco a poco la experiencia de esta dignísima prelatura empezó a conocerse más allá de los límites del pueblo. O, mejor dicho, el chisme fluyó en todas las direcciones, arropado con la desmesura que los simples cargan sobre aquello que los excede.

Las primeras inquietudes serias se manifestaron sobre algunas de las mesas del club social y el contiguo escritorio del Sr. Intendente. Pero como suele suceder, la estrategia asumida fue la de mirar hacia otro lado, apostando a que en su fluir, hasta el agua que llega al río, al final se pierde en el ancho mar.  No obstante, las cosas se precipitaron cuando el obispo en persona telefoneó al excelentísimo señor intendente para pedirle explicaciones y también su intervención.

La conversación fue áspera en un comienzo, pero tendió a calmarse cuando el señor Intendente, aceptando el reclamo del señor Obispo, se permitía sugerir que en estas latitudes lo civil y lo político no eran dos órdenes francamente diferentes y menos aun separados. Por lo tanto, el señor intendente le ofrecía al señor obispo, la posibilidad de considerar desde otro punto de vista el aporte de Andriani.

El Señor intendente en ningún momento negó que la misión evangelizadora del sacerdote laico estaba algo reñida con la tradición católica, ni menos aún que sus arrebatos solían plantear alguna tensión con el enfoque canónico de la Santa Iglesia. Pero el señor obispo tampoco podía omitir que Andriani colaboraba intensamente para contener un mal mayor, de carácter civil, a todas luces hostil también a la iglesia, y que anida en todos los resquicios de nuestra sociedad, como la carcoma.

Con esos argumentos el excelentísimo señor intendente calmó a su Santidad, quien de todos modos le rogó no perder de vista que, si probablemente tenía razón en su enfoque, también era posible que estuviera equivocado. O algo peor aún. Porque lo cierto no siempre es lo más conveniente y, a veces, ni siquiera lo deseable.

El excelentísimo señor intendente se atrevió a expresarle al obispo su incertidumbre con la mayor humildad, diciendo algo así como: “Créame, su santidad, que no estoy seguro de entenderle”. Y el obispo le respondió que no debía preocuparse por eso; que el saber verdadero corresponde sólo al Altísimo, cuyos designios resultan insondables a nuestro pobre entendimiento. E inmediatamente le sugirió no atormentarse por estas cuestiones, ya que si ha de infligirse tormentos éstos deben buscar la carne y no el espíritu. Le sugirió además que no deje de escuchar a su corazón porque sólo el corazón habla en nombre del Señor. Y se despidieron cuidando de no exagerar la importancia del asunto.

La veracidad de estos conceptos es tan dudosa como toda referencia a una conversación entre dos estrategas y sin testigos. Es decir que se trata solo de una habladuría más, paulatinamente olvidada como la misma labor misionera de Andriani que, al cabo de un tiempo, se diluyó entre omisiones, olvidos, postergaciones y un nuevo clima social.

Unas décadas después ya todo aquello había desaparecido sin la menor esperanza de resurrección. El chismoso encanto del encuentro de domingo en la iglesia y sus veredas, sucumbió a la arrolladora presencia de Tik Toc e Instagram. Tanto como las Olivetti perdieron su poder de fabricar verdades, frente a las imágenes de la inteligencia artificial.