Felipe Berkek. El fuego de la antorcha era tenue, sin embargo la escasa luz que proyectaba no arrojaba dudas: ese galpón derruido de chapas de zinc oxidadas era un excelente refugio donde pasar la noche.
Caminar sigilosamente todo el día con la tensión de toparnos con un pelotón de “ellos” me crispaba los nervios. Porque además en una contienda de esa naturaleza era imposible tener claro quiénes eran ellos y quiénes éramos nosotros. No se usaban uniformes, cada bando de compatriotas se diferenciaba del otro solamente por las invisibles posiciones ideológicas.
Ya dentro del tinglado, me topé con una oficina, o mejor dicho, lo que quedaba de ella. Sobre un escritorio polvoriento, di con un ejemplar de El Heraldo de Buenos Aires fechado 15 de mayo de 2029. El título principal de tapa rezaba: ”El Presidente ahora cierra los jardines de infantes”. La bajada era aún más inquietante: “Además de ser un gasto inútil, son un semillero de comunistas, aseguró el jefe de Estado en un acto partidario en el que daba su explícito respaldo a la conductora e influencer Nora Wanda como candidata a legisladora porteña”.
El fusil se me cayó de las manos y su culata dio de lleno en el dedo gordo de mi pie izquierdo. Aullé de dolor con tal intensidad que mis camaradas acudieron de inmediato a socorrerme pensando que me había ocurrido algo trágico.
—No pasó nada—les dije mientras sostenía el periódico con la mano derecha y la antorcha con la otra para alumbrar con sus oscilantes llamas.
—Muchachos, esta es la última edición del Heraldo que salió impresa; ese mismo día a la mañana una banda de fanáticos que simpatizaba con el Gobierno al grito de “soretes, mentirosos e hijos de puta” se hizo presente en la redacción y la prendió fuego. Al cabo de unas horas y pese al esfuerzo de los bomberos por sofocar el foco principal, todo había quedado reducido a cenizas.
Mis tres compañeros me palmaron la espalda en silencio pero sin una pizca de asombro. Si bien no conocían el detalle de los hechos por la casi absoluta censura que imperaba por esos días, todos habían escuchado esa historia total o parcialmente.
—¿Cuántos años laburaste en El Heraldo?— me preguntó Eduardo, un maestro de escuela primaria más joven que yo.
—Veinticinco— respondí.
—¿Estabas en el Diario el día del atentado?, indagó Mabel una experimentada arquitecta especialista en urbanismo.
—Si— contesté tragando saliva—. Es más, tuve suerte de salir vivo, vinieron directamente por mí.
—¿Por qué?, quiso saber incrédulo Nicolás, un estudiante de ingeniería del ITBA, que no pasaba los veinte.
—Porque como jefe de la sección Política, yo mismo edité esa nota de tapa y escribí la columna de opinión que desató todo.
Ninguno de los cuatro pronunció palabra alguna. Quizás nadie quería gastar más energía en rememorar o analizar dolorosas escenas del pasado. Todos habíamos perdido algún familiar o amigo tanto en el campo de batalla como absorbido por la división absurda y maniquea que se había instalado en todo el territorio nacional. Mi propia esposa me había abandonado llevándose a nuestra única hija por poseer diferencias políticas insalvables conmigo.
Lo que ahora mandaba era la supervivencia. El país vivía una guerra civil desde hacía dos años y no había espacio para las distracciones ni los titubeos. Ante el más mínimo descuido se podía perder la vida.
—Nico, te toca a vos hacer guardia esta noche.
—¡Si, mi sargento!, replicó con una ironía que mostraba que su madurez superaba con creces la escasa cantidad de años vividos.
—¡No te duermas que estamos cerca de las trincheras enemigas!
—Quédate tranquilo— me aseguró y así nos fuimos todos a descansar.
Al otro día tendríamos que cruzar a nado las hediondas aguas del Reconquista para intentar llegar a pie a Del Viso, partido de Pilar, donde tenía asiento el Comando de la Resistencia Democrática. Después de atravesar esa cloaca inmunda que la cartografía se empeñaba en denominar río, deberíamos caminar unos treinta kilómetros a través del noroeste del conurbano.
Estaba tan acostumbrado a la guerra que el paisaje desolador de lo que alguna vez había sido el Gran Buenos Aires, ya no me causaba impresión; estaba como inmune a todo aquello. Autos quemados, comercios saqueados, montañas de residuos y construcciones tiznadas evidenciaban el paso de la barbarie.
Encontré una vieja bolsa de arpillera que utilicé como almohada y apoyé suavemente mi cabeza, recipiente de una catarata de recuerdos que me interpelaba como profesional.
Antes de tratar de conciliar el sueño, hojeé las páginas del diario y repasé sus crónicas y artículos: la sección Internacionales abría la edición con: “A los 86 años, Trump piensa en un cuarto mandato”. Información General por su parte afirmaba en la doble central que: “de acuerdo con los últimos datos oficiales del Indec, la pobreza alcanzaba a sólo el 4% de la población”. En Economía se destacaba como primicia que Mercado Libre había presentado concurso de acreedores”.
Ya tenía los ojos vidriosos cuando llegué a la sección que yo mismo dirigía y observé mi nombre en el friso izquierdo: editor a cargo: Emiliano Berardi. Después de repasar la noticia de los jardines de infantes que habíamos dado en primera plana, releí mi propia columna con la que analicé la cuestión: “El Gobierno entra definitivamente en la fase autocrática”, la había titulado. En uno de los pasajes realzaba que: “con esta nueva medida se ha extraviado definitivamente el imperio del estado de derecho que conocimos alguna vez”.
Un llanto desconsolado se apoderó de mí por completo, no podía encontrar aire para respirar y mi pera temblaba como un viejo compresor.
—Shhhhh—, dijo alguno de los chicos—no podemos dormir.
—Váyanse a la mierda— murmuré.
Después de saquear supermercados y hurgar en la basura para poder encontrar algo para comer; luego de orinar y defecar en donde se pudiese; tras padecer el frío cortante del invierno y la intensidad del calor estival; cuando robar y matar forma parte de la supervivencia diaria y el más ínfimo vestigio de moral ha cesado de existir; ¿cómo no sensibilizarse al ver tu nombre plasmado en el papel?
Ese periódico me trasladó a mis últimos días como ser humano, alguien que defendía los valores elementales de la cultura occidental. ¿Podría haber hecho más cuando los primeros síntomas de populismo, violencia e intolerancia aparecieron? Posiblemente.
Recuerdo con nitidez el día que, ante la perplejidad de muchos, fue elegido presidente ese personaje extravagante y anti sistema. Más adelante y pese a los pronósticos más sombríos que los principales analistas vaticinaron, la nueva administración se las ingenió muy bien para gestionar los primeros dos años. A pesar de su inexperiencia o mejor dicho, gracias a ella, comenzaron tibiamente a cosechar apoyos de quienes no los habían votado y ganaron las primeras elecciones legislativas por abrumadora mayoría.
Fue durante esa época en la que el Gobierno copó la Corte Suprema de Justicia con candidatos sin los antecedentes necesarios. También fueron aquellas jornadas en las que cooptaron los servicios de inteligencia y el ente recaudador frente a la aquiescencia colectiva.
Más allá de que nuestros lectores se desplomaban diariamente, decidimos continuar ejerciendo el periodismo desde nuestra línea editorial contraria al Gobierno. ¡Así nos fue!
De poco o de nada valieron nuestras fundamentadas críticas a la gestión y a las formas populistas de los funcionarios.
No obstante haber publicado infinidad de investigaciones denunciado crecientes hechos de corrupción, el primer mandatario revalidó su confianza y consiguió la reelección en primera vuelta por el 60% de los votos.
En esta segunda administración el Presidente se había convertido en un emperador al que no se podía ofender con opiniones diferentes a las suyas. Así fue como desplegó las medidas más polémicas al amparo del inmenso apoyo popular que había cosechado por los votos. Comenzó con el cierre de todas la universidades públicas porque claro, constituían un germinador de “zurdos de mierda”. Luego aventó la persecución de científicos e intelectuales, el escrache de economistas y el encarcelamiento de periodistas y opositores. Las barras bravas oficialistas enarbolando estandartes color púrpura se desplazaban a sus anchas por las calles para grafitar casas y edificios en donde vivían “ratas socialistas”. También derogó la Ley de divorcio vincular y prohibió el matrimonio entre homosexuales. Decretó por último que en los colegios estatales se debía reinstalar la educación religiosa tirando por la borda décadas de laicismo.
Inútiles resultaron las advertencias que, con mi pluma desde El Heraldo, puse de relieve resaltando que “la sociedad estaba anestesiada por los logros en materia económica mientras era sometida a una forma irreversible de descivilización”. Tampoco funcionó la apelación a Sarmiento, quien en al célebre Facundo, retrató con maestría la realidad de su tiempo y que luego, como una farsa, volveríamos a vivir otra vez 180 años más tarde.
En este contexto social que vivía nuestra nación, un comando de anarcoterroristas que nunca se identificó, atentó contra la vida del Presidente mientras asistía a un concierto de La Coja en el Luna Park. La bomba explotó asesinando a 45 inocentes que habían concurrido simplemente a un evento de rock. El titular del poder ejecutivo resultó ileso de milagro. Las pandillas paraoficiales salieron rápidamente a la caza de los responsables sin preocuparse demasiado si daban con los verdaderos culpables o no. Del otro lado, repelieron la violencia con más violencia hasta que el Jefe de Estado, apelando al valor supremo del liberalismo, suprimió todas las libertades individuales implantando el estado de sitio. Así comenzó la guerra civil que azota a la República.
Si los cálculos no me daban mal, habían pasado casi dos años desde entonces. No lo podía recordar con precisión porque en la guerra se pierde la noción del tiempo o ésta pasa a ser algo irrelevante. La vida estaba sólo pautada por los objetivos militares, los recuerdos y, fundamentalmente, por el instinto de supervivencia.
Pienso en mi hija, ¿cómo estará?, ¿dónde se encontrará? No puedo evitar sentir tristeza por el país decadente y salvaje en el que le tocará crecer. La extraño con locura pero me hice a la idea de que jamás la volveré a ver para poder alivianar el dolor.
Repasé en mi cabeza el trayecto que deberíamos elegir al día siguiente hasta encontrar el Comando de la Resistencia Democrática esquivando las posiciones enemigas. Cuando tuve claro el camino que tomaríamos me dije: ahora sí Emiliano, a intentar dormir para recuperar fuerzas para mañana aunque el dedo gordo, hinchado, me latía como si tuviera un pequeño corazón adentro.
Cada tanto se escuchaban explosiones y disparos, vaya uno a saber de qué bando provendrían.