Letra de Manco

Letra de Manco

Postales de barrio General Paz

Blas Callejas

Nunca he dudado de que la nostalgia, definida como ese pedazo del pasado que se añora, posee una potencia descriptiva propia de los sentimientos profundos. Lo que se evoca, provoca. Y lo que se provoca es la imaginación, al punto de darle a los recuerdos la categoría de postales del alma. Van algunas de ellas, escogidas tras algunos cabildeos en el álbum de la memoria.

Primera postal. Barrio General Paz, ese lugar del otro lado del río. Los ríos en las ciudades son un antes y un después conectados por puentes. De un lado hay una ciudad y del otro se adivina que la ciudad sigue, pero ya no es la misma ciudad. Los puentes son por ingenio del diseño, funcionales; por naturaleza arquitectónica, románticos o aburridos. Y por expresión urbana, simbólicos. Unen dos orillas, y dos orillas pueden ser dos mundos, y entonces General Paz es un territorio a explorar del otro lado del río. Es marzo de 1974, vivo en el centro y tengo 15 años. Voy a cruzar el puente que une las avenidas Ambrosio Olmos con 24 de Setiembre. Abajo el río Suquía, magro en presencia, confinado a un lecho seco cuando el dique San Roque se engulló su caudal, viborea su identidad más por sus barrancas que por el agua que arrastra. Voy presto a estrenar secundaria nueva. A la derecha me impacta la ferretería inglesa del puente Negro. El molino Minetti, en actividad en esos años, es una colmena que agita el mito del país cerealero. Del otro lado, descubro la estación Mitre con su campo de maniobras tan vasto como un desierto. El movimiento de trenes es escaso y los vagones sobre la vera del rio ya son dinosaurios herrumbrosos. En ese espacio algo se está cayendo definitivamente, en cámara lenta. A mitad del puente me asaltan los ruidos de la pista de karting sobre la calle Ocampo. Los motorcitos Pumas alardean en la siesta. Cuando dejo atrás el puente se abre rotunda la avenida 24 de Setiembre. Me impactan su anchura y las casonas que exploraré con mi mirada hasta el infinito, hasta el agotamiento para descifrar en sus fachadas los lugares de donde vinieron los abuelos. También me atrapa el adoquinado en arcos y sobre ellos los rieles de un tranvía que jubilaron 10 años antes. Me pregunto ¿A dónde muere esta avenida?

Segunda postal. El Bar Sergito. Un flaneur francés, definido como esos bohemios contempladores de la vida, acodados en los cafés parisinos y cuya única misión es la de ver pasar el mundo detrás de la ventana, hubiera codiciado sentarse en una mesa del Bar Sergito en la esquina de 24 y Ovidio Lagos en 1975. En ese año, la vida y la torta se cortaban en los bares. Es el mes de agosto y una vez más la Escuela Mariano Moreno está cerrada por paro docente. Con el Gato Moyano, compañero de cuarto año a la tarde, nos tiramos de lleno a cafetear en el Sergito. La estampa del Gato es invariablemente setentosa. Pelo largo, robusto, blazer cruzado y corbata azul Francia con nudo grueso. Sobre su nariz se montan unos anteojos clíper modelo Mc Arthur, ideales para esconder ojos con resacas o con malas intenciones. El Gato estaba siempre impecable y tenía una manera única de extraer la etiqueta de cigarrillos Commander entre los pliegues de su saco. Era un movimiento lento y acompasado, primero el botón y después el tabaco, seguido por el chasquido de un encendedor carusita que llevaba escondido en la misma mano del cigarrillo. La pose, muy estudiada, el Gato la usaba para seducir a las chicas de la escuela Garzón Agulla. A mi más bien me parecía la influencia irresistible que ejercía sobre nosotros el Cine Cervantes con su derroche de masculinidad Magnum 44. Por esos años Argentina era una bomba y Córdoba una espoleta. No había día sin pirotecnia, luego el ulular de las sirenas y el fuego cruzado de las facciones en un país que se oscurecía con su propia sangre. El Bar no escapaba a este contexto y era habitual encontrar en una de sus mesas a un grupo de robustos que se juntaban con frecuencia a debatir sobre política y otros temas candentes. La cosa es que el Gato sale del baño, me busca con la mirada y se detiene en la punta del salón, justo al frente de la mesa de los pesados. Los mira con detenimiento y se le ocurre sacar los cigarrillos. Tensión. Todas las miradas están puestas en el Gato. Uno de los gordos se para y se lleva la mano atrás del saco, pero con tan poca pericia que el fierro se le cae. El Gato observa el cuadro y le dice –Tranquilo compañero, todavía no te llegó la hora-. Acto seguido, extrae su Commander y todos nos reímos. Luego, a la hora de pagar los cafés, nos enteramos que los gordos nos habían pagado la vuelta.

Tercera postal. Club Redes Cordobesas. De ese espacio social y deportivo donde los sueños inmigratorios se maridaban con la tierra prometida, guardo dos recuerdos de la historia grande, la que todavía se escribe con mayúscula en los titulares de los diarios. Primero, el velorio de Agustín Tosco en una tarde tórrida de noviembre del 75 con la gente que lo despedía sumida en un silencio profundo y sentido. El club estaba desbordado y la avenida 24 apenas podía contener la multitud que se agolpaba en torno a sus restos. El calor ardía en la siesta, y sin tener conciencia del hecho, supe que estaba balconeando un pedazo de historia construida por un hombre que había llevado al punto más alto al movimiento sindical argentino, y a juzgar por lo que vino después, esa cumbre no ha sido superada. El otro recuerdo es de octubre del 83. La gente entra a presión en los espacios del club. Literalmente no cabe un alfiler. En el centro de la escena, como un luchador solitario, estaba Ricardo Alfonsín. Su prédica combinaba la claridad conceptual de los hombres que han vivido para la política y no de ella, con una oratoria caracterizada por la convicción y la bravura. Las chapas del tinglado crujían con los aplausos y Alfonsín en la noche de Barrio General Paz, alumbraba la democracia uniendo los pedazos de un país fragmentado por los dogmas viscerales. Y al igual que Tosco, él también puso la vara muy alta.

Cuarta postal. Verónica era flaca y decidida, y una rubia muy rubia. Entró a tercer año del mismo colegio cuando yo pasé a cuarto. Aunque había nacido en Argentina venía de España después de haber vivido ocho años en Málaga. En esas tierras, en un cementerio de cara al mediterráneo había enterrado a su madre. Al año, su padre, un médico aturdido por la nostalgia decidió pegar la vuelta. Era la mayor de tres hermanos y tenia la templanza prematura de las que llevan una casa. Vivía sobre la calle 25 de Mayo a dos cuadras del río. Era un departamento de pasillo con una azotea en la que oteábamos los edificios del centro y la cúpula filosa de la iglesia de las adoratrices. Estaba encantada con el barrio y yo encantado con ella. Verónica manejaba con destreza los aforismos que había traído de su estancia malagueña. Una tarde en la escuela, en un recreo que separaban las horas de contabilidad y geografía, la invité a salir y por respuesta me dijo: “enhorabuena, porque a cada oveja su pareja”. A ella le debo el ejercicio de unir un espacio con un deslumbramiento y que una misma cosa signifique muchas más. General Paz ya no era cruzar el puente, era también un territorio anclado a un sentimiento. Con ella aprendí los nombres de las calles, a dejar las suelas de los mocasines en los carnavales del Club Juniors y a cobijarnos en las barrancas del puente Sarmiento para ver la luna espejada en el río. Un día le pregunté a su padre que había sido lo más lindo de vivir en España y me contestó: “recordar este barrio”.

Quinta postal. Plaza Alberdi. Las ciudades son también sus plazas y los barrios hacen de sus plazas un mojón de identidad. Inevitable la Plaza Alberdi para hablar de barrio General Paz, e inevitable en mi memoria cuando recuerdo en ella los pasos de mi primera juventud. La plaza sigue estando como era antes, aunque sin la escultura del Oso y el Pescado. El Oso mira ahora la metamorfosis de la Plaza España y el Pescado supongo el pasto crecido del Museo Caraffa. Ambos deben añorar la paz barrial que respiraron durante muchos años en la Plaza Alberdi. En esa plaza vi a mis 17 años, y se puede seguir viendo porque para eso están los bancos en las plazas, el paso de las nubes sobre un fondo azul intenso en los días limpios del invierno. También la mudanza de las estaciones en las hojas de los plátanos que franquean la avenida 24. Hojas de ocre crocante en los otoños templados, hojas de verde eléctrico con las primeras lluvias de primavera. En esa misma plaza en las noches de cielo despejado mirábamos las estrellas y ejercitábamos el hábito olvidado de mirar hacia arriba, aun a riesgo de caer en la reflexión de lo pequeño que somos en la escala del universo. La plaza Alberdi no ha cambiado nada, todo un mérito, con excepción del traslado del Oso polar que nos dará una excusa para un encuentro de nostálgicos, comer un asado, y en los postres organizar una comisión de repatriación de la escultura.

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