Juan Berra
En la Argentina de mediados de los ´80 el periodismo era un oficio apasionante y lícito. Ni puro ni ingenuo. Pero tenía mucho valor escuchar, debatir y profundizar el contenido de la información. Se lo definía con honesta pedantería como el más hermoso del mundo.
La década siguiente fue la del tiempo nuevo. Se incubó un modelo más efectista y mesnadero. Las empresas y parte de la mesnada aplicaron en el mercado.
El nuevo siglo profundizó esa tendencia y hasta mutó la lógica de la pirámide invertida: lo más importante de la información pasó a ser quien la comunica. Comenzó la era de los pontífices de las “verdades” incontrastables y la vanidad. Se hicieron invencibles los concentrados, la monocromía, el panelismo y las operaciones en continuado. El slogan en zócalo de pantalla y el griterío le ganaron a los argumentos y a la propia realidad.
La agenda empezó a ser propiedad de trolls, community managers y lunáticos en redes. El periodismo perdió la batalla cultural y el convencimiento. Ni hablar de salario. Por pudor, soberbia o necesidad de supervivencia no se admite, pero la certeza es que nada bueno va a pasar en este oficio que se extingue bailando al ritmo alienado de X.
